El año puede tener muchas revelaciones. Aunque a su haber tenga sólo un día transcurrido y que, por primera vez, una deja de ser tan intransigente y se da el chance de pensar cosas que hasta el momento iban directo al cajón de la negación.
Como que el recibir el año hasta ver que sale el sol con amigxs de años es lo mejor que se puede pedir. Que el resto de los días deberían estar llenos de risas, abrazos y palabras amables. Porque hay gente que fluye, como agua, y es hasta que se encuentra frente a ellxs que puede identificar esa sensación cálida en el pecho.
Que una suele olvidarse de lo esencial, entonces en algunos momentos se ve rodeada por gente con demasiado drama y eso termina por pegarse. Un día hablaba con un amigo muy querido, de como a veces se tienen certezas que resultan no serlo, y que salir de ahí implica una decisión. De todos los cambios en el camino, los que se dan por decisión y requieren claridad son los más difíciles.
Hay cosas que reconozco como negativas y de las que no quiero deshacerme. Porque desechar cualquier cosa implica espacios vacíos y el minimalismo nunca ha sido lo mío. Por el contrario, parece ser que acumular pensamientos innecesarios y darles cabida es como un pasatiempo.
Viendo hacia atrás, los propósitos de año nuevo no son gran cosa, tampoco las 12 uvas a la media noche (que por primera vez en la vida no comí). Ahora es necesario que se den cambios grandes, que nada tienen que ver con las cosas que lleguen y las que no.
Si una se da cuenta que lo que está haciendo de la vida no es lo que realmente espera que sea, hay que replantear. Aunque queden muchas perdidas en el intento.
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