Mi primera visita al oftalmólogo fue hace casi 6 años, antes de eso nunca se me había ocurrido que toda la demás gente veía el mundo más claro que yo. Me di por enterada en el momento en que vi que mis compañeros podían leer cosas en la pizarra que para mí eran sólo manchas.
Me encantan los exámenes de la vista, lo acepto. Siento emoción cuando la línea de letras que no podía leer aparece clara enfrente de mí, la emoción va creciendo cuando el oftalmólogo cambia el lente y me pregunta con cuál veo mejor... es como si pudiera seguir hasta que vea las cosas realmente claras (en realidad esta idea no tiene nada que ver con unos anteojos o un examen de la vista, pero no puedo evitar pensarlo)
Salir de la óptica con un par de anteojos nuevos es siempre parecido, aún así lo siento diferente cada vez. Durante la primera hora mis ojos se acostumbran al nuevo aumento y no puedo evitar sentirme un poco mareada o con dolor de cabeza. Sin embargo todo se ve nuevo, saltan detalles que no había notado y por segundos me siento como si nunca hubiera estado en esos lugares.
Tengo que usar los anteojos siempre, para vivir digamos. Me los quito en situaciones en las que ver de largo no es necesario porque lo que me importa lo tengo dentro de mi campo visual, y vale decir que son los momentos más acogedores. Hay cierta compañía que inevitablemente me hace perderlos, me los quito en un momento y los dejo despreocupadamente en cualquier lugar; en otros casos ni siquiera me han visto más que un par de segundos sin ellos.
A veces siento que se han convertido en alguna extensión material de mí, algunas veces en una pared que me separa de ojos ajenos. De vez en cuando me gusta quitármelos y ver todo un poco borroso, movido; al igual que se pierden los detalles al no tenerlos puestos se pierden también los pequeños defectos.